domingo, 3 de noviembre de 2013

Acomodando lo externo...

La vida es tan sabía y hoy más que nunca caigo en cuenta de ello. Hace un par de semanas me entro una enorme necesidad de arreglar mi cuarto, regale muchas bolsas y zapatos que ya no uso, acomode hasta el último lugar de mi closet, en donde más me tarde es justo allí mismo, sabía que ese lugar representa los vínculos personales que tenemos, y ahora caigo en cuenta que después de hacerlo me empece a sentir diferente, no le había prestado atención hasta hoy que pude por fin soltar al último personaje de mi vida que solo estaba haciendo "bulto" en mi closet emocional, y no lo digo de forma peyorativa sino analógica o simbólica ya que era una persona que me causaba más tristezas que lágrimas, que me recordaba lo absolutamente miserable que se siente ser la número 500 de una lista de sus 10 top ten de prioridades. Así que sin pensarlo decidí decirle adiós y haciendo un reencuentro en estas semanas me he despedido de otros seres que de igual forma solo hacían espacio ya no aportaban nada en mi vida. 
Así que vaya que hoy más que nunca de que cuando uno ordena externamente se da más fácil ordenar lo interno. Porque aprehendes a ver lo que tienes, lo que es y si lo aceptas en ves de resistirte a ello solito se va, sin tanto dolor ni tanto drama... 

LA PAREJA VIRTUOSA


La pareja sana es un circuito abierto

Parece ser que el modelo actual de pareja que la mayor parte de las personas manejan, está destinado a la frustración, el enfado, la decepción, y el reproche. Tarde o temprano se abre una brecha y se desencadenan ciclos de confluencia, dependencia emocional, celos, resentimiento etc. Se busca que la pareja confirme una seguridad que uno mismo no siente, y se manifiesta lo que llamamos “profecía autocumplida”: conseguir con nuestro comportamiento aquello que precisamente intentamos evitar, que la pareja se rompa, que nuestro compañero se busque una aventura, que la pequeña muralla que defiende la pareja del exterior se convierta en una prisión de la que ambos desean liberarse.

Para cumplir esa premisa de “tú y yo no somos dos, sino tres”, hay que dejar de lado el paradigma de la media naranja: dos mitades que se juntan desde la carencia y la cojera.

Que distinto es cuando yo soy una naranja y tú otra, y no nos “necesitamos”, sino que nos “queremos”, decidimos compartir el uno con el otro el trayecto de la vida que nos surja. Sin duda el zumo será más cuantioso y nutritivo.

La ansiedad ante la separación, celos, pérdida de intereses propios, y priorizar la pareja por encima de todo constantemente, son pistas que te pueden ayudar a reflexionar sobre tu inseguridad y la de tu compañero/a.


 Construir la relación auténtica

Vivir en una isla es sano, pero recuerda construir también puentes y dejar que el mundo entre y salga de tu

sólida fortaleza. Déjate ser. Aliméntate de encuentros, sorpresas, aventuras, nuevos aprendizajes y compártelo con tu compañero/a de viaje. Te garantizo que el juego y la curiosidad serán mejor afrodisíaco para tu relación, que el intento de controlar lo que en el fondo sabes que no se puede controlar, que no tienes derecho a controlar. Este comportamiento termina matando el deseo de ambos cuando no, el amor también.

Beber el uno del otro en todo momento y sin alternativa es una fuente que no calma la sed para siempre.

Es posible que la seguridad, la libertad y el deseo convivan, sin embargo todo parte de un fuerte sentido de valía personal y del respeto a la individualidad e intimidad del otro.

Tomar conciencia de este patrón es el primer paso, no obstante podemos encontrar dificultades para llevar a la práctica un modelo sano de relación. Probablemente intervengan ganancias secundarias y automatismos que han de ser desmontados. Las llaves que abren esta puerta son la confianza en uno mismo y en el otro, y la comunicación de las inseguridades, miedos y necesidades (vulnerabilidades). Estas son destrezas que pueden ser entrenadas durante un proceso de terapia psicológica.

Pareja cómplice

 La trampa de la confluencia: el circuito cerrado

Definimos confluencia como un estado fusional entre ambos, donde:

  1. No existen límites claros de donde termina una persona y comienza otra
  2. Se olvidan las propias necesidades con el objetivo de preservar la seguridad que brinda el perdernos en el otro
  3. La angustia que se experimenta cuando existen amenazas reales o imaginarias al vínculo es muy alta
  4. Se pretende llenar, y que el otro llene, todos nuestros espacios vitales y necesidades

La pareja cómplice deriva en la pareja confluente: es un circuito cerrado que no permite la interacción fluida con el exterior.

Para manejar la inseguridad personal que se siente, se borran todos los límites y fronteras con la promesa de estar forjando un amor incondicional y seguro. La pareja debe llenar todas las necesidades del otro, y el “te necesito” se utiliza como sinónimo de “te quiero”.

Es en este contexto donde aparecen los celos y las concesiones cada vez mayores de la intimidad y la libertad, puesto estas últimas resultan atemorizantes y amenazan aquello que nos brinda la mayor (y en muchos casos única) fuente de amor, valía personal y seguridad.

No es de extrañar que algunas personas defiendan de manera tan visceral lo que consideran “su territorio”, y que desde aquí se legitimen actos de violencia y humillación, tanto físicos como psicológicos.

En las relaciones confluentes, las necesidades propias se diluyen en “nuestras” necesidades, mis sueños en “nuestros” sueños, en definitiva el tú y yo en un “nosotros” rígido y limitante en el que cada uno pretende ser lo que el otro espera.

Dicho estado de confusión en la pareja conduce al abandono del sí mismo y a la exigencia. “Dame lo que yo te doy”, “hazme sentir segura o seguro a costa de lo que sea”, “olvídate de ti, si me amas tu amor ha de ser incondicional, por encima incluso de ti mismo”.

Sin embargo priorizar la pareja y olvidar las respectivas individualidades no parece ser la mejor opción a largo plazo.

La exigencia de cómo hemos de ser queridos (pidiendo al otro que renuncie a su propia vida, intimidad, y libertad porque nosotros también lo hacemos) deriva en resentimiento y enfado cuando la pareja no está a la altura de las expectativas.

La posibilidad de beber de otras fuentes rompe el estado de confluencia, amenaza la “ficticia seguridad” que ambos han creado, y genera una gran angustia. Es en este momento cuando la frágil autoestima y la confianza mutua se resquebrajan. Además la incapacidad del otro para llenar todas nuestras necesidades en todo momento, conduce a la frustración y la rabia.

Ya tenemos todos los ingredientes para el fracaso: resentimiento, aburrimiento, pérdida de deseo, desconfianza, celos…

La pareja cómplice es una contradicción en sí misma: el deseo de retener al otro, de atarnos “en nombre de la seguridad”, mata el deseo sexual.

Parejas que llevan mucho tiempo de relación vienen a terapia habitualmente por infidelidades, celos, pérdida del deseo etc. Habiendo consolidado un hogar, y en ocasiones también una familia, se plantean un conflicto básico: ¿Continuar, o romper?